La retirada
Ril observó con cierta aprensión cómo la última columna de soldados imperiales abandonó la fortaleza de Puerto Atria. Durante los últimos 150 años los imperiales y los atrianos habían tenido que convivir.
Recordaba muy bien la historia: cuando Pireas III, el último de los grandes emperadores, reunificó el Imperio lanzó una campaña naval contra el condado de Atria, al que consideraba como una provincia rebelde.
Pero el hecho es que tras treinta años de campañas, la flota imperial no se encontraba en su mejor momento, y muchos de sus soldados se hallaban agotados por mil batallas y realmente no entendían que se lanzase un ataque a un condado insignificante a dos días de navegación mar adentro y que, para más inri, jamás se había declarado en rebeldía contra el Imperio... hasta que el emperador pretendió deponer al conde.
El ataque se produjo y fracasó, ya que los atrianos habían contado con la ayuda de una flota bárbara (el abuelo del joven conde era un corsario ultramarino), y de unas defensas bien planificadas y mejor ejecutadas. Cuando Pireas vio la situación decidió parlamentar y consiguió un arreglo que dejó razonablemente satisfechos a todas las partes: Atria pasaba a ser dominio personal del Emperador, y el conde conservaba su puesto, si bien juraba fidelidad a Pireas y sus sucesores.
Por su parte el Emperador, como gesto de buena voluntad, le permitía la construcción de dos puertos para iniciar una ruta comercial entre los bárbaros ultramarinos y el Imperio, de la que Atria tendría el monopolio: a ojos del Imperio, y al ser Atria dominio imperial, era una forma de que el Emperador financiase sus ejércitos y las obras de reconstrucción sin sangrar tanto a los habitantes de los Siete Reinos, al borde del colapso por los altos impuestos y los desastres de la guerra.
Pero el Emperador duró poco, y su sucesor tuvo que enfrentarse a una rebelión del Consejo y salvó su vida renunciando a ocupar el poder y exiliándose en su dominio personal de Atria, visto por muchos consejeros como una roca batida por los vientos en mitad del Océano y sin un ejército que pudiese plantar cara a las poderosas legiones. Nunca más tendrían nada que temer de la depuesta Casa Imperial.
Pero en los ciento cincuenta años transcurridos muchas cosas habían pasado: desde la caída de la casa imperial los consejeros trataron de usar su poder para favorecer a sus propios negocios, y las rebeliones no tardaron en aflorar. Muchos de los reinos que Pireas había reconquistado pronto se volvieron contra el Imperio: cada gobernador, cada general, intentó obtener una Corona para sí.
Y el continente conoció de nuevo la guerra y el hambre... y Atria, alejada de todo y poseedora de los únicos suministros y de una flota militar importante se mantuvo al margen y prosperó: los condes no veían nada claro en qué les favorecía apoyar a un Consejo que jamás había tenido más intenciones hacia Atria que la de aprovecharse de ellos, cambiando numerosas veces los acuerdos de explotación de Puerto Atria y de Puerto Glasera... llegando al extremo de apoderarse de este último en su fallido intento por establecer una segunda línea comercial con ultramar.
Y el tiempo pasó. Atria fundó un par de colonias ultramarinas y formó un pequeño ejército de doce mil hombres y mujeres para defender sus territorios, lo que frenó la rapacería imperial tras una escaramuza en la que una legión fue diezmada. A partir de entonces se mantuvo una especie de sociedad que con el tiempo derivó en un vínculo de amistad entre los pujantes isleños y los cada vez más decadentes imperiales.
Y llegaron los norteños. La invasión bárbara en el Oriente había consumido los recursos de lo que quedaba del Imperio, y necesitaban a todas las legiones para contenerlos al otro lado de la frontera. Aunque la provincia de Cribauna era la más rica de cuantas poseían no podían permitirse perder las minas de Briar.
Fue entonces cuando el Imperio pidió a Atria que destinase a sus hombres a la protección de Cribauna. Mil soldados imperiales se quedaron como asesores ya que conocían mejor que nadie el estado de las defensas y de las vías de comunicación.
El trato era que Atria destinaría a siete mil de sus soldados durante un período inicial de cinco años a la protección del paso de Bretam, único lugar por el que los bárbaros podrían pasar con garantías, y de otros cinco pasos de montaña secundarios. A cambio el Imperio suministraría metal y madera a Atria, y un décimo de los impuestos, en oro y mercancías, a los Atrianos.
Y él, Ril, había sido designado por el Conde como el custodio de la fortaleza de Puerto Atria. Él, no un militar, sino un antiguo explorador. Desde allí y durante al menos esos cinco años Atria administraría la más rica provincia del Imperio.
Pero él conocía incluso mejor que los vigías fronterizos los pasos de Cribauna, y conocía mejor a sus gentes. Pronto sabrían si de verdad era una buena elección. La apuesta era alta, y tal vez demasiado arriesgada.
Pronto sabrían.
Recordaba muy bien la historia: cuando Pireas III, el último de los grandes emperadores, reunificó el Imperio lanzó una campaña naval contra el condado de Atria, al que consideraba como una provincia rebelde.
Pero el hecho es que tras treinta años de campañas, la flota imperial no se encontraba en su mejor momento, y muchos de sus soldados se hallaban agotados por mil batallas y realmente no entendían que se lanzase un ataque a un condado insignificante a dos días de navegación mar adentro y que, para más inri, jamás se había declarado en rebeldía contra el Imperio... hasta que el emperador pretendió deponer al conde.
El ataque se produjo y fracasó, ya que los atrianos habían contado con la ayuda de una flota bárbara (el abuelo del joven conde era un corsario ultramarino), y de unas defensas bien planificadas y mejor ejecutadas. Cuando Pireas vio la situación decidió parlamentar y consiguió un arreglo que dejó razonablemente satisfechos a todas las partes: Atria pasaba a ser dominio personal del Emperador, y el conde conservaba su puesto, si bien juraba fidelidad a Pireas y sus sucesores.
Por su parte el Emperador, como gesto de buena voluntad, le permitía la construcción de dos puertos para iniciar una ruta comercial entre los bárbaros ultramarinos y el Imperio, de la que Atria tendría el monopolio: a ojos del Imperio, y al ser Atria dominio imperial, era una forma de que el Emperador financiase sus ejércitos y las obras de reconstrucción sin sangrar tanto a los habitantes de los Siete Reinos, al borde del colapso por los altos impuestos y los desastres de la guerra.
Pero el Emperador duró poco, y su sucesor tuvo que enfrentarse a una rebelión del Consejo y salvó su vida renunciando a ocupar el poder y exiliándose en su dominio personal de Atria, visto por muchos consejeros como una roca batida por los vientos en mitad del Océano y sin un ejército que pudiese plantar cara a las poderosas legiones. Nunca más tendrían nada que temer de la depuesta Casa Imperial.
Pero en los ciento cincuenta años transcurridos muchas cosas habían pasado: desde la caída de la casa imperial los consejeros trataron de usar su poder para favorecer a sus propios negocios, y las rebeliones no tardaron en aflorar. Muchos de los reinos que Pireas había reconquistado pronto se volvieron contra el Imperio: cada gobernador, cada general, intentó obtener una Corona para sí.
Y el continente conoció de nuevo la guerra y el hambre... y Atria, alejada de todo y poseedora de los únicos suministros y de una flota militar importante se mantuvo al margen y prosperó: los condes no veían nada claro en qué les favorecía apoyar a un Consejo que jamás había tenido más intenciones hacia Atria que la de aprovecharse de ellos, cambiando numerosas veces los acuerdos de explotación de Puerto Atria y de Puerto Glasera... llegando al extremo de apoderarse de este último en su fallido intento por establecer una segunda línea comercial con ultramar.
Y el tiempo pasó. Atria fundó un par de colonias ultramarinas y formó un pequeño ejército de doce mil hombres y mujeres para defender sus territorios, lo que frenó la rapacería imperial tras una escaramuza en la que una legión fue diezmada. A partir de entonces se mantuvo una especie de sociedad que con el tiempo derivó en un vínculo de amistad entre los pujantes isleños y los cada vez más decadentes imperiales.
Y llegaron los norteños. La invasión bárbara en el Oriente había consumido los recursos de lo que quedaba del Imperio, y necesitaban a todas las legiones para contenerlos al otro lado de la frontera. Aunque la provincia de Cribauna era la más rica de cuantas poseían no podían permitirse perder las minas de Briar.
Fue entonces cuando el Imperio pidió a Atria que destinase a sus hombres a la protección de Cribauna. Mil soldados imperiales se quedaron como asesores ya que conocían mejor que nadie el estado de las defensas y de las vías de comunicación.
El trato era que Atria destinaría a siete mil de sus soldados durante un período inicial de cinco años a la protección del paso de Bretam, único lugar por el que los bárbaros podrían pasar con garantías, y de otros cinco pasos de montaña secundarios. A cambio el Imperio suministraría metal y madera a Atria, y un décimo de los impuestos, en oro y mercancías, a los Atrianos.
Y él, Ril, había sido designado por el Conde como el custodio de la fortaleza de Puerto Atria. Él, no un militar, sino un antiguo explorador. Desde allí y durante al menos esos cinco años Atria administraría la más rica provincia del Imperio.
Pero él conocía incluso mejor que los vigías fronterizos los pasos de Cribauna, y conocía mejor a sus gentes. Pronto sabrían si de verdad era una buena elección. La apuesta era alta, y tal vez demasiado arriesgada.
Pronto sabrían.
Etiquetas: atria
1 Comments:
que viraje contremo de la sexnobel a la historica me sorprendes tal vez por eso me fascinas
un beso
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